Es muy extraño cuando alguien, que ha sido muy importante en tu vida, de pronto se convierta en una idea. Está ahí, en tu imago, pero no como la persona física que constituía no sólo una carne sino una identidad cargada de emociones y peso, ahora es una idea, una idea que pendula en tu cabeza como un mito. Es una idea que remite a un espacio físico-emocional, pero no es ese espacio en sí, sino que está filtrado, pues ya no es una persona, es un símbolo. Por eso cuando pienso que ha muerto, puedo verlo ahí, en mi cabeza, aferrándose a la carne, a mis entrañas y no muere del todo, está vivo.
Puedo medir su existencia en lágrimas, porque la simbología no duele, puede remitir al dolor pero el dolor filtrado difícilmente produce llanto. Y al llorar el dolor de haberlo perdido, me aferro yo también a esa carne inexistente, porque el día que no llore más sabré entonces que ha muerto y que, invariablemente, no estará por ahí en una especie de cielo, observándome, cuidando de mí.
Se habrá entonces desvanecido en la noche de la muerte y no podré ya mirarle los ojos sin brillo. Tendría que conformarme con una idea de lo que un día significo para mí, la nostalgia. Y esto me resulta completamente alienado.
Por eso en el llanto he encontrado el único consuelo, de saber que está muerto y yo lo vivo en mi carne.
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