Yace en el lado más oscuro del
cuarto una figura cuyo aliento me recuerda que alguna vez descansé a su lado.
Dormir a su lado no es lo mismo que acostarse en la misma cama. Sube y baja su
pecho en una sintonía tan calma y tierna que vibran mis piernas, mi pubis, mi
pecho… como cuando hacíamos revolución entre las cobijas.
La guerra, al
parecer, ha llegado a un incómodo cese. Es el momento espeluznante en el que
quedo a campo abierto y la quietud y el silencio saben a muerte. Pero no estoy
muerta. No aún.
Cae la noche,
una y otra vez, todo el día. Mantengo esta quietud mientras ese pecho sigue
danzando suavemente… el alma se me desliza para no rosarle ni con el aliento.
La puerta sigue cerrada y mi viaje se delimita entre pared, techo, pared,
suelo, pared, puerta, pared. Recuerdos. Recuerdo guerra y la atesoro. Esa
luminosidad de los cañones, ese ruido de escopeta que mantenía cuerpos alerta y
de pie. Eso.
Temo que al
llegar la mañana nos alcance el holocausto. Detrás del sol se esconde la
libertad, y yo no le deseo. La mañana tiene sus propios demonios disfrazados de
cotidianidad. Es lo que más temo; que a la luz del día abra los ojos y me
busque y encuentre a su lado esta sombra que materializará en la luz en ese
insecto pequeño, sucio, cotidiano, en que me he convertido esta noche, y
entonces la guerra no tendrá más sentido, porque puede solo aplastarme, porque
puede solo dejarme y huir.
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