martes, junio 3

Metamorfosis de un alma

Yace en el lado más oscuro del cuarto una figura cuyo aliento me recuerda que alguna vez descansé a su lado. Dormir a su lado no es lo mismo que acostarse en la misma cama. Sube y baja su pecho en una sintonía tan calma y tierna que vibran mis piernas, mi pubis, mi pecho… como cuando hacíamos revolución entre las cobijas.
La guerra, al parecer, ha llegado a un incómodo cese. Es el momento espeluznante en el que quedo a campo abierto y la quietud y el silencio saben a muerte. Pero no estoy muerta. No aún. 
Cae la noche, una y otra vez, todo el día. Mantengo esta quietud mientras ese pecho sigue danzando suavemente… el alma se me desliza para no rosarle ni con el aliento. La puerta sigue cerrada y mi viaje se delimita entre pared, techo, pared, suelo, pared, puerta, pared. Recuerdos. Recuerdo guerra y la atesoro. Esa luminosidad de los cañones, ese ruido de escopeta que mantenía cuerpos alerta y de pie. Eso.

Temo que al llegar la mañana nos alcance el holocausto. Detrás del sol se esconde la libertad, y yo no le deseo. La mañana tiene sus propios demonios disfrazados de cotidianidad. Es lo que más temo; que a la luz del día abra los ojos y me busque y encuentre a su lado esta sombra que materializará en la luz en ese insecto pequeño, sucio, cotidiano, en que me he convertido esta noche, y entonces la guerra no tendrá más sentido, porque puede solo aplastarme, porque puede solo dejarme y huir.

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